jueves, 16 de enero de 2014

Un menú para Sara

 Ocho metros separaban mi cocina de la suya. Eso era lo que medía, exactamente, mi cuerda de tender. Jamás hubiera mirado más allá de sus cortinas, si no fuera porque, trasladando hasta el lugar más cálido de la casa todos mis libros de química, descubrí que había vida al otro lado de mi ventana. Mi vecino se afanaba en lo que parecían ser tareas culinarias, ajeno totalmente a la espía fortuita que se había instalado frente a él.  “Curiosa manera de pasar la mañana”, pensé.
Fuera como fuese, no parecía ser especialmente ruidoso. Lo importante era haber encontrado, al fin, un lugar tranquilo y soleado para trabajar. La mesa de la cocina era amplia, y la habitación bien ventilada y luminosa. Durante ese mes, aquel sería mi centro de operaciones. El tiempo aproximado que tenía para terminar el estudio que me habían encargado y también, con un poco de suerte, para olvidar la desastrosa relación que acababa de finalizar con el mentiroso patológico de mi ex. 
A punto de llegar el mediodía, un olor delicioso invadió el lugar donde me encontraba. Como una autómata, me levanté para coger un paquete de patatas. Mientras lo devoraba, alcé la vista en dirección a ninguna parte, y allí me lo encontré. Parecía también sorprendido de haber descubierto que había habitantes en el piso de enfrente. Nervioso por saberse pillado, hizo un leve gesto con la mano a modo de saludo, y siguió con lo suyo. Entonces me pareció que nuestras cocinas estaban "demasiado" cerca. Se me antojaba que la suya un poco más, porque su estofado de carne había ocupado, descaradamente, todo mi espacio. No había lata de sardinas que me compensara de aquel sufrimiento.
Aquella misma tarde, intenté colocar una barrera natural entre su mundo y el mío, llenando el alféizar de macetas con plantas aromáticas. Limitaba sutilmente su campo de visión y, al mismo tiempo, amortiguaba los delirantes aromas que llegaban de su lado.
Una semana después, aquella situación se había convertido en rutina. Él cocinaba y yo me concentraba en mis informes. Al llegar el almuerzo, me detenía a prepararme un bocadillo o una ensalada rápida, y él desaparecía como por arte de magia hasta el día siguiente, dejando impregnado el aire de multitud de matices culinarios. 
Dicen que, cuando intentamos aparcar el coche, bajamos el volumen de la radio; como si el ruido nos nublara la vista. A mí me sucedía algo similar con el olfato. Intentaba mantener mis sentidos distraídos, escuchando música, para que mi pituitaria lograra ignorar los olores que entraban por la ventana. “El verano” de Vivaldi se expandía por la habitación mientras yo dibujaba radicales libres en mi cuaderno. Ese día, de pura rabia, me atrevería con las sartenes. Iba a freírme un huevo o, a las malas, una tortilla francesa.
Sumergida en mis pensamientos, escuché un siseo por encima de los violines. Al otro lado, el cocinillas parecía querer decirme algo. 
―Hola. Perdona que te moleste pero... ¿te importaría darme un poco de albahaca? ―preguntó.
Yo puse cara de tonta. No tenía ni idea de lo que me estaba hablando, y se me notó a la legua. Entonces señaló una de las macetas que tenía delante. ¡Vaya!, de modo que aquella planta tan mona era albahaca... 
–Claro, no hay problema –respondí. 
–Me bastará con algunas hojas –indicó–. Si quieres, me las puedes pasar por aquí –dijoseñalando el tendedero. 
Mientras metía en una pequeña bolsa de papel lo que me pedía, intenté disimular mis escasos conocimientos botánicos. 
–También tengo hierbabuena y perejil, por si necesitas—. A ver si iba a pensar que no sabía lo que crecía en mis tiestos. 
–No hace falta, gracias –respondió disimulando una incipiente sonrisa–. Me vale con esto. –tiró del paquete que acababa de enviarle enganchado en el cordel.
Aunque después cada uno siguió enfrascado en lo suyo, de tanto en tanto levantaba los ojos intentando adivinar qué iba a condimentar con aquello. 
Cuando el rugido de mi estómago me avisó de que ya era hora de comer, miré los dos huevos desafiantes que me esperaban sobre la encimera. En ese mismo instante sonó el timbre. Encontrarme de improviso con mi vecino en la puerta de casa me intimidó un poco. Era bastante más alto de lo que aparentaba en la distancia. En las manos llevaba una especie de plato isotérmico con tapadera.
–Creo que lo mínimo que podía hacer era dejar que probaras el resultado –dijo divertido–. Sin tu albahaca no hubiera salido igual.
Aquello no me lo hubiera esperado ni en un millón de años. En cualquier otra ocasión, como si de un vendedor de enciclopedias se tratara, le hubiera dado con la puerta en las narices; pero estaba hambrienta, y ese ofrecimiento era demasiado tentador. 
–Estaré encantada de probarlo –respondí con la mejor de mis sonrisas–. Eres muy amable, no tenías que haberte molestado. 
–No es molestia, solo he tenido que salir de mi portal y entrar en el tuyo –rió.
Cuando se giró para marcharse, cerré la puerta. Al instante volví a abrirla.
–Disculpa. ¿Cómo te llamas? 
–Alberto –contestó mientras caminaba en dirección a las escaleras.
–Yo soy Sara –informé.
–Lo sé. Lo he leído en tu buzón. 
El plato que tenía frente a mí, además de tener un aspecto delicioso, era un verdadero placer para los sentidos. Tallarines con pequeños trozos de salmón, que parecían haber estado macerando en vino blanco y albahaca, y un ligero sabor de fondo que no conseguía identificar. Estaban de muerte. 
Sabía que él me observaba expectante unos metros más allá, esperando mi veredicto. 
–¡Está buenísimo! –exclamé–.  Es el mejor plato de pasta que he comido en mi vida. ¿Qué es ese sabor tan peculiar? Parece perejilaunque sabe más fuerte.
–Cilantro –respondió–. Veo que cocinar, cocinas poco, pero el gusto te funciona fenomenal  –bromeó. 
–Gracias –dije, mientras me preguntaba si aquello había sido un halago. 
–No hay de qué. Tú y tus cuatro estaciones me lo habéis inspirado. 
Casi sin pensar, contesté: –Si me vas a dar una muestra de tu cocina por eso, pienso inspirarte todas las mañanas.
Mano de santo. Al día siguiente estaba tocando, de nuevo, a mi puerta.
Poco después se estableció un singular ritual entre Alberto y yo. Al empezar mi jornada de trabajo, ponía de fondo alguna pieza clásica, intentando que el volumen no interfiriera en mis pensamientos, pero que lo alcanzara a él de alguna manera. Después, pasaba por casa a dejarme sus experimentos gastronómicos. Cruzábamos apenas unas frases que me filtraban información con cuentagotas. Así supe que vivía en el bloque de al lado desde hacía tres meses, y que era profesor de literatura en un instituto, dando clases a adultos en el turno de tarde.La cocina era su pasión. En ella volcaba toda su creatividad y destreza, no cabía duda.
Cada día nos sentábamos el uno frente al otro en nuestras respectivas cocinas. Acordamos que no descubriría mi almuerzo hasta que pudiera ver la expresión de mi cara. Aquello debía ser un aliciente para él porque cada vez el menú resultaba más sorpresivo y delicioso. Bajo el plato, una nota comunicando cuál había sido la fuente de inspiración. Una dorada a la sal con una salsa de cítricos acompañaba a un "me gusta tu collar de conchas marinas"; una estudiada milhojas de berenjena, carne y setas, seguido de " hueles a otoño"; carpaccio de buey aderezado con aceite de oliva y zumo de limón: "Tu boca", decía el papel. Aquello era una provocación en toda regla, y yo empezaba a disfrutar de aquellas comidas de una manera desconcertante.
Esa noche, antes de irme a dormir, escribí una nota y la dejé colgada con una pinza de la ropa en medio del tendedero. Al despertar, la nota ya no estaba. Alberto tampoco dio señales de vida. Me había acostumbrado a verlo desaparecer los fines de semana, cuando nuestra existencia transcurría al margen del otro. Pero era jueves y, por alguna razón, las horas iban demasiado lentas ese día. No estaba preparada para ese imprevisto, de modo que a mediodía ya había vuelto a las andadas. Me planté delante de un par de salchichas frankfurt y un paquete de patatas onduladas. Cuando al fin regresó, mi despropósito alimentario se había consumado.
–Lo siento –su voz sonaba acelerada–. Una emergencia familiar a primera hora me hizo salir pitando, pero todo está controlado. ¿Has comido ya?
Yo asentí desde donde estaba, con la culpabilidad pintada en mi cara. Él soltó una carcajada.
–No me atrevo ni a preguntar.
Y no lo hizo. Se quedó unos segundos callado, mirándome pensativo, como si hasta ese momento no hubiera reparado en mí. 
–Ha sido raro no cocinar hoy para ti –dijo al fin.
–“Pues más extraño ha sido para mí no encontrarte hoy en mi plato” –pensé.  
–Déjame compensarte. Dame solo veinte minutos y te llevo el postre –dijo de repente.
–No te preocupes, si…
No me dejó terminar. Sacó del bolsillo de sus vaqueros mi nota doblada.
–Según lo que has escrito aquí, me das vía libre para visitar tu cocina y comer contigo. –Empecé a sentir que el calor subía por mis mejillas–. Pues quiero ir ahora. 
Fueron veintisiete minutos. Los vi pasar uno a uno en el reloj de mi cocina mientras lo observaba trajinar en la suya. El aire se llenó de un olor familiar, dulce y agradable. Estaba muerta de curiosidad. Cuando le abrí la puerta, traía ese delicioso aroma pegado en el cuerpo. En la mano sujetaba un par de manzanas caramelizadas, pinchadas en un palo de madera. A eso olía: a caramelo. La última vez que comí una de esas fue en una feria; no tenía más de trece años. Le dejé pasar y, sentados el uno junto al otro, por primera vez compartimos espacio y postre. 
Pero aquellas manzanas no se parecían en nada a lo que yo recordaba. Lejos de empalagar, cada bocado resultaba una explosión suave y crujiente de sabores. Lo miré con admiración.
–Es una manzana caramelizada, no acaramelada ―explicó, viendo la expresión de mi cara–. En realidad, lo que cubre la fruta es una salsa de caramelo hecha con el propio jugo de la manzana, cocinada despacio con canela, azúcar moreno, mantequilla y un poco de nuez moscada.
A estas alturas de la exposición, yo solo veía el caramelo en el iris de sus ojos; y no tenía muy claro si darle un mordisco a la manzana o al chico de pelo oscuro y manos prodigiosas que tenía a mi lado. Me escuché a  misma preguntando: ―No me has dicho qué te ha inspirado hoy esta delicia.
Sonrió con descaro y pareció concentrarse mucho en la respuesta que iba a darme.
–¡Vaya! –confesó–. Resulta mucho más fácil escribírtelo. Pero supongo que es lo que toca. Verás, cuando al llegar te he visto con el pelo recogido en esas trenzas… –Tiró suavemente de una ellas en su dirección y me miró directamente a los ojos. Pensé…hizo una pausa–...  parece una niña.
Mentía. Mientras ejecutaba su respuesta, por una fracción de segundo, había desviado la mirada. Pero ya era tarde para disimular, yo había visto como algo tan poco premeditado como mi peinado había despertado el deseo en él. Un silencio revelador se hizo entre nosotros. Lástima, porque allí estaban las despiadadas manecillas de mi reloj de pared para hacer saltar las alarmas.
–¡Joder! ¡Es tardísimo! –exclamó de pronto–. ¡Llego tarde a clase! 
Como empujado por un resorte se puso en pie, me besó en la mejilla y salió hacia la calle. 
–¡Seguimos hablando, Sara! –lo escuché decir en el rellano.
Cuando cerré tras él, no podía dejar de golpear mi frente rítmicamente contra la puerta.
–Mierda, mierda, mierda...
Me pasé toda la tarde intentando comprender qué había pasado. La distancia que nos separaba, mientras estábamos ahí sentados, hubiera desaparecido con un parpadeo y, sin embargo, él había salido huyendo. No podía haber perdido así mi intuición con los hombres. Si había recibido mal sus señales, tenía que saberlo ysi no, tendría que darle un pequeño empujoncito.
A última hora, calculando que ya habría regresado, me enfundé unos vaqueros, me puse una camiseta blanca bastante sugerente y, soltándome el pelo, dejé que mi melena castaña se acomodara sobre mi espalda. Cogí un pequeño muestrario de hojas de mis macetas, adelantándome a su petición diaria, y salí hacia su casa. Mientras esperaba el ascensor, repasaba mentalmente las palabras que le diría.
Una chica rubia y muy guapa entró conmigo en el último momento y pulsó el tercero. La miré de arriba abajo.  
–“Menuda vecina tiene este" –pensé. Cuando paró en la planta, la dejé salir primero, y cuál no sería mi sorpresa al descubrir que Alberto estaba allí de pie, con la puerta de casa abierta. Pero no me esperaba a mí. Él nos miraba a ambas desconcertado; estaba claro que mi inesperada aparición lo había dejado completamente descolocado. 
–¿Sara, qué...? 
Le interrumpí de inmediato: –Solo había venido a dejarte algunas hojas para tus guisos, pensé que podías necesitarlos. ―Mi boca hablaba, pero mis ojos decían otra cosa, y él estaba leyendo en ellos perfectamente. 
–Gracias. ―Su tono de voz denotaba preocupación―. Sara, esta es Ana...
–Su mujer –apuntó ella con impaciencia, y preguntó –: ¿Y tú eres…? 
–Una vecina –logré decir a duras penas. Me despedí con rapidez y bajé por las escaleras. Necesitaba llegar a la calle para coger un poco de aire. Nunca me había sentido tan ridícula.
Aquella mañana ni siquiera pasé por la cocina. Aproveché que era dueña de mi propio tiempo para alargar el fin de semana. Me marché al campo con unos amigos con la esperanza de poner en orden mis ideas. Me preguntaba cómo era posible que hubiera entrado en su juego de aquella manera. Me había entusiasmado como una chiquilla, y la realidad me había explotado en la cara sin previo aviso. A pesar de la enorme frustración que sentía, no podía dejar de pensar en él cada vez que me sentaba a la mesa. Me había enseñado a descubrir la historia que se escondía detrás de sus platos, y ahora echaba de menos esa sensación. Pensé que cocinaba con el corazón, pero me había equivocado. Cuando regresé el domingo por la tarde encontré una nota bajo la puerta: "Tenemos que hablar ".
Abrí la ventana para dejar prendida, sobre el cordel, mi respuesta. Había luz en su cocina. Parecía contento de verme hasta que descubrió el trozo de papel en mi mano; una sombra cruzó su mirada. Tal vez porque me había leído el pensamiento.
–Sara, no cuelgues esa nota. Déjame hablar contigo. Llevo tres días volviéndome loco preguntándome dónde te habías metido. Por favor –rogó.
Tres días armando argumentos para sacarlo de mi vida en el acto, y en un minuto se me habían caído al suelo, uno tras otro, hechos pedazos. Mi estupidez no tenía límites.
Cuando una hora más tarde apareció, traía una botella de vino y la cena.
–Te debía la comida del viernes –dijo, tanteando el terreno. 
Pasó a la cocina, y allí destapó el menú. Eran erizos de mar. En otro momento me hubiera reído a carcajadas por la ocurrencia, pero en ese instante solo deseaba hacérselos tragar, con púas incluidas. 
Yo permanecía ligeramente apoyada sobre la mesa, completamente en guardia.
–Sara, lo siento. Lo siento de verdad. Tenía que haber sido sincero contigo y haberte explicado, mucho antes, algunos detalles de mi vida.
–¿Llamas detalle a estar casado y andar jugando a las cocinitas con la vecina de enfrente? –le espeté llena de ira―. Me he pasado las últimas semanas dejándome llevar en no sé qué juego contigo, me has alimentado el cuerpo y las expectativas. Estabas conmigo en esto. ¡Sé que estabas conmigo! —Se acercó en un impulso y me cogió las manos.
–Escúchame.– Se detuvo y me miró sorprendido–. Estás temblando.
Sí, temblaba y el vértigo que me producía su contacto me tenía mareada. Se acercó aún más hasta que su rostro estuvo tan cerca de mi cara que podía escuchar su respiración.
–Sara...
Escucharle decir mi nombre a esa distancia me dejó sin aliento. Buscaba encontrarse con mis ojos, y lo hizo. Lo enfrenté con todo el miedo y la rabia contenida. Al fin dijo:
–Estoy separado de mi mujer desde hace tres meses. 
Lo miré llena de incredulidad y le dejé continuar.
–Intentamos solucionarlo de mil maneras, pero nuestro matrimonio no funcionaba, ella es muy posesiva y extremadamente celosa y yo... –me soltó las manos– siempre necesité mi espacio. Supongo que ella no tiene la culpa; he sido un desastre como marido. 
–Pero... –empecé a decir.
–Espera, déjame terminar.
Estábamos tan cerca el uno del otro, que sus palabras se filtraban por mi piel arremolinándose en mi cabeza. 
–Hace dos semanas supe que iba a ser algo definitivo y le pedí los papeles del divorcio. Ella se negó en redondo. No acepta esta situación. Creía que si veía mi nueva vida y comprobaba que la estaba rehaciendo, lo entendería. Por eso vino el jueves. El que  aparecieras... –esbozó una sonrisa– digamos que aceleró bastante el proceso. Pensó que eras algo mío. 
Alberto me miraba expectante, aguardando mis palabras. Una pregunta flotaba entre ambos, esperando que alguno de los dos la cogiera.
–¿Y bien? –dije al fin–. ¿Soy algo tuyo?
Él sujetó mi cara entre sus manos, mientras acercaba su cuerpo al mío. Podía sentir el calor que desprendía. 
–Me vuelves loco, Sara –susurró–. Pero pensé que aún no estaba preparado para empezar nada contigo. Cuando creí que te había perdido, supe que no podía dejarte escapar. Eres algo mío desde que colocaste aquellas macetas en tu ventana intentando esconderte de mí. –Sonrió–. Dime que ya no necesitas ocultarte. 
Enmudecí sus palabras con mis labios, y lo besé con los ojos cerrados. Quería despertar todos mis sentidos al nuevo sabor. Ya no pudimos parar. 
–¿Y la cena? –jadeé.
–Calla –pidió, suplicante–. Por una vez se impone pasar directamente al postre. 
        Yo estuve totalmente de acuerdo.  


2 comentarios:

  1. No existe receta mas hermosa ni elaborada con tal delicadeza.

    ¡Un abrazo!

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  2. María, un relato bien cocinado desde el principio, sin grumos y con cada ingrediente añadido en su momento justo. Aquí se hace bueno que para olvidar un plato de macarrones nada mejor que la cocina de vanguardia.

    ¡Qué buenos vecinos han resultado ser!

    Saludos.

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